jueves, 29 de septiembre de 2011

Tu mano sobre el mar

IV Premio de Relato Guadalmesí, diciembre de 2002

Nadie supo del fallecimiento de Matías Cunheiro y Rosario Pombal porque ya casi nadie recordaba que vivieran. Cuando las malas fiebres treparon por el faro como pérfidas sirenas negras para emponzoñar sus cuerpos resecos de sal, sólo el perro llamado Loureiro y el chico sin nombre estuvieron allí para acompañarles, pobre cortejo para un funeral que no habría de celebrarse. Porque en la densa mente del muchacho la pena, de haberla, fue casi al punto desplazada por un profundo terror que lo dio a los gritos y a las carreras primero, paralizándolo luego en forzada postura bajo la mesa en que su padre se entregaba al vino y al olvido. Daba en creer que su perplejidad ante la muerte se debía a la propia incapacidad para tratar con el mundo, no parando en que la parca es en sí paradoja de incomprensión. Sucedió además que el último estertor de sus padres –simultáneo, como en confabulación– terminó de hundir el apagado sol de otoño tras la línea del Atlántico y ahogó el mundo en una oscuridad que otros más poéticos dirían de luto, pero que a él se le antojó cortina corrida por las aguas para terminar a cubierto de vistas su macabro festín. Que hasta es posible que así fuera, pues el húmedo amanecer amortajó con su triste luz sucia el huesudo cadáver de Loureiro, tendido a los pies de la cama en que navegaban los cuerpos exangües de sus amos.

La mañana venía cargada de melancólica tristeza. Perezosa, la niebla se deslizaba alrededor del faro como si fuera el mismo aire engrisecido, molestando a las gaviotas que oteaban su desayuno entre las frías aguas que rompían en artificios de espuma. La muerta mano de Matías Cunheiro no despertó la innecesaria sirena en la que nadie reparaba desde que naufragios y oscuros cuentos de viejas arrastraran lejos a los barcos, casi dos décadas atrás. Poco después de aquel abandono, Rosario Pombal había dado a luz, en el único dormitorio del edificio y sin otra ayuda que las rugosas manos de su esposo, a un varón que tardó casi tres días en romper en llanto. Mucho menos precisaron sus padres cuando, alzándolo al pecho, repararon en aquellos ojos fantasmagóricos, espantados ante un mundo que nunca habrían de comprender. Ningún cura había recibido en bautismo a aquel niño aterrorizado, y su padre, cegado por un rencor sin objeto, se había negado hasta a darle nombre. Desde entonces el Faro de Saudade parecía morir poco a poco, ataúd en el que Matías Cunheiro conjuraba a la podredumbre embalsamando sus entrañas en aguardiente.

Fueron precisas casi dos horas para que se aventurase fuera de su escondrijo. Con la vista clavada en los cuerpos silenciosos de sus padres –oscuros bultos en una estancia pequeña, sucia de cal y salitre–, esperó a que sus piernas burlaran los calambres del recogimiento nocturno y tomó asiento en una silla de enea. Desorientado, alcanzó a entender la necesidad de hacer algo, mas en ello paraban sus posibilidades. La enmarañada religiosidad de los suyos, innombrada mezcolanza de vírgenes y cultos antiguos, contribuía no poco a la confusión, pues si bien el faro poseía una pequeña capilla y hasta un viejo cementerio del que tiempo atrás las mareas arrancaron las lápidas, no se le antojaba que fuera aquel el lugar que tenían destinado. Tal era la certeza de que el mar había ido a buscarlos, que conjeturaba que mal aceptarían las aguas el hurto de sus cuerpos.

Y así, con grandes esfuerzos, arrastró fuera del lecho los cadáveres de sus padres –primero él, luego ella– y los depositó sobre las rocas del lado de poniente, cerca de las negras aguas espumosas que rompían en un suave run-run. Bien, chaval, mientras sigas así todo va bien. En lugar de rizar olas, la superficie del océano subía y bajaba rítmicamente, como si fuera un inmenso ser vivo cuyo pecho se meciera al respirar. Puntilloso, ordenó los viejos ropajes de sus mayores con un ojo puesto en aquellas aguas que parecían a su vez vigilarlo, y luego se retiró despacio, de espaldas, humilde oferente pegajoso de mar. Cangrejeó por la encharcada vereda hasta la puerta abierta del casón al pie del faro, cerrándola con manos temblonas y buscando refugio en aquella penumbra de humedad que aún olía a muerte. Agitado, atravesó los pasillos que conducían a la torre y ascendió por la serpiente de metal que constituía su médula, hasta alcanzar la plataforma de madera que la coronaba. En el centro de aquel círculo de apenas dos metros de diámetro, la enrejada luminaria aguardaba una mano diestra que no había de llegar.

En puntillas, aproximó el rostro a los cristales comidos de sal y buscó con la vista los dos diminutos cadáveres que, desde las alturas, diríanse fosas nasales de una escollera que bufaba olas. Reparó en que la niebla estaba siendo rápidamente rasgada por los fuertes vientos del norte, cargados de rachas de agua que embestían las paredes del faro como amagando derribarlo. Se hubiera preguntado porqué aquellos vientos de marzo les visitaban tan fuera de tiempo, pero la rotunda certeza de su aislamiento dominaba la tela de araña en que se trababan sus pensamientos.

Lentamente recorrió el círculo envolvente de la pared, dibujando con la vista el perfil del islote en que se alzaba el faro. Años atrás, en el punto más próximo a la costa se extendía una lengua de arena de un centenar de metros que, en marea baja, convertía la isla en tómbolo. Ignorante de los artificios geológicos, tenía aquella figura por bocado que el mar se empeñaba en arrancar de ese otro mundo que era la tierra, acaso para engullirlo como tragaba –contaban sus mayores– los buques que un día les saludaban con las sirenas. Una mala tormenta de enero había disuelto aquella frontera arenosa como un azucarillo en leche caliente.

En sus pocos años de vida, aquella hectárea de piedra y hierbas había constituido todo su mundo. Nunca sus pies envueltos en trapos habían hollado aquella arena cuando existía, nunca después le fue permitido utilizar el viejo bote de remos que dormitaba en el almacén. Jamás sus ojos asombrados llegaron a franquear la cresta de colinas que se alzaba a corta distancia de las rocas. En sus muertas tardes, jugaba a distinguir entre aquellas verdes lomas cuyas hierbas vibraban con los vientos y la superficie plana que rodeaba al faro, brillante en ocasiones, negra las más, que de tanto en tanto le gritaba como si fuera el culpable de su negritud. En ocasiones, aprovechando el juego de mareas, su madre se ausentaba unas horas y regresaba al cabo con un pesado fardo con el que daban cuenta de sus magras necesidades, fruto de una paga de la que nadie guardaba razón en quién sabe qué oficina del gobierno.

Ahora contemplaba aquel abismo de agua que lo rodeaba, roto el bloqueo de su mente sólo por la sensación de que, acaso, la isla se adentraba lenta, casi imperceptiblemente, en aquel océano que había sabido aguardar. Leía su ahogamiento en las rabiosas ráfagas con que la lluvia, hermana de aquel mar que se embravecía, baldeaba los cristales frente a su rostro. Y sus oídos se llenaban de aullidos, quizá del viento, quizá del mar en gozoso anticipo de su victoria. Tal vez de sus padres muertos, ante quienes se alzaban (¿cuántos metros?) las olas de espuma y algas, que sin embargo luego les bañaban mansamente, con suavidad, como si en lugar de pretender arrancarlos del islote estuvieran lavando sus cadáveres. Sintió el mareo de las furiosas gotas que giraban en torno al faro en sañudo torbellino, inmisericorde drenaje que lo arrastraba hacia los abismos, y rompió en lágrimas que no sabría decir si de miedo o de terrible certeza del abandono.

Fue entonces cuando, a través de la doble cortina de lágrimas y lluvia, vio la lengua de tierra que, abierta como un mesiánico Mar Rojo en desprecio de la pleamar, rompía irreverente la oscuridad del día muerto en un a modo de suave incandescencia. Perplejo, buscó señal que le diera razón de aquel fenómeno, encontrando en su lugar los ecos de los aullidos que rebotaban contra las paredes circulares. Allá abajo se le ofrecía, nítido contra toda incredulidad, un estrecho camino de fina arena que se extendía hasta la lejana orilla.

Durante unos instantes dudó. Acaso no era aquello sino un guiño del mismo mar, que sabiéndole impune allí arriba le ofrecía un cebo como quien burla al ratón con el queso. O quizá, quizá, las décadas de lucha de las aguas contra el faro habían finalizado al quebrarse el ánimo de sus padres. Tal vez el mar se daba por satisfecho y sólo aguardaba su marcha –se la brindaba– para acabar de arrancar aquel pedazo de tierra y digerirlo lentamente, gozando de la victoria que acaso siempre supo acabaría por llegar.

De perdidos al río, hubiera dicho de saber refranes. Sin perder de vista aquel prodigio, reculó medroso hasta la escalera, y aún aguardó allí unos instantes antes de llenar sus pulmones de un aire mareante y lanzarse a trompicones faro abajo, rompiendo al tiempo en un grito desgarrador que aguardaba en el vientre quién sabe desde cuándo. Dándose contra las paredes, tropezando, alzándose tembloroso con pies y manos, aullando al mundo y a sí mismo, alcanzó el sendero arenoso y corrió por él con los brazos abiertos, vuelto el rostro hacia el cielo gris, abierta la boca en aquel grito frenético. Como en volandas, atravesó la lengua de arena escoltado por farallones de agua hirviente en espuma, y siguió corriendo en aquel paroxismo cuando por primera vez sus pies pisaron la pradera en tierra firme. Sólo fue cuando alcanzó la cresta de la loma que detuvo su lunática carrera y se replegó sobre su cuerpo, sacudiéndose, tosiendo ahogos y lágrimas. Y aún alcanzó a ver cómo aquel puente imposible se cerraba en orgía de espumas, y cómo, casi al tiempo, el islote del faro se hundía en el mar con un bramido, sustituido primero por una gruesa columna de agua a modo de fuego de artificio, reemplazado al instante por el aire y las gaviotas. Por el engañoso ruido manso y monótono de las olas al romper.

Lenta, quedamente, irguió el cuerpo y se sacudió con calma la arena de sus raídos pantalones de pana. La brisa enredaba sus cabellos cortos y rizados, se metía por el cuello gastado de su camisa, refrescaba su torso, arrastraba negros humores fuera de su cuerpo. Sin mudar el gesto, se giró despacio y suspiró hondo, encarando por primera vez aquel nuevo mundo descubierto tras la cima del montículo paralelo a la costa. Cuando comenzó el descenso, dispuesto a explorar aquel planeta desconocido, casi se diría que el mar y él se sonreían.

lunes, 17 de noviembre de 2008

Los cuerpos de la rosa

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Publicado en el libro "Apretados los dientes" (2002), Algeciras: Praxis, pp. 27-44.
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Lucio José de Paula Freijomil Herrera nació en una familia de campesinos en Segueruela, provincia de Teruel, el año de 1922. Primogénito de nueve hermanos, sus padres se esforzaron en proporcionarle una educación de la que obtuvo un provecho moderado hasta que, en 1941, sorprendió a todos ganando el premio Alberto Garrigo de poesía, convocado por la Diputación provincial. Ese fue el comienzo de una carrera literaria tan brillante como breve. Su primer libro de éxito fue "Mañanitas Frescas" (Ediciones Chacón, 1942), al que siguieron seis libros más durante cuatro años. Entonces se interrumpió bruscamente su carrera, cuando el fallecimiento de su hermano Salvador, al que se encontraba muy unido, le sumió en una profunda depresión. Destaca en su poesía la extraordinaria creatividad, las imágenes sugerentes y sorpresivas, y una notable capacidad de conformar con palabras una experiencia refrescante y plena, de calidad indiscutible. Desaparecido de la escena pública, desde entonces se dedica a administrar varias pequeñas empresas en Zaragoza.

Me he permitido reproducir la reseña aparecida en el número de su revista del doce de marzo, ya que resume adecuadamente lo poco que de mi hermano resulta de conocimiento público, aparte sus letras. Y desde que hace ya cuatro décadas la mala fortuna me dejó como único familiar suyo con vida, resolví que no había de saberse más, no ya porque lo que ocultaba pusiera en cuestión a Lucio, sino por una cierta honrilla de familia, que fue lo único que alcanzaron a legarme mis mayores.

Con todo, ciertos sucedidos recientes, que en su momento le expondré, han quebrado mi espíritu en tal manera que mal árnica resulta una honra a la que mi hermano ha faltado gravemente durante más de media vida. Permítame revelarle los hechos en su secuencia, que si me dejo llevar por la rabia, mis divagaciones no pueden sino aburrirle.

Es posible que conozca usted la villa de Segueruela siquiera de vista, pues aunque pequeña no dista mucho de la capital. En cualquier caso, sabrá que se derrama de manera desorganizada por las barranqueras creadas por la lluvia y el viento, como si Dios la hubiera dejado caer desde lo alto en un descuido.

En los años de la República vivíamos en lo que entonces eran arrabales, no muy lejos de la vereda que sube a la ermita de San Jaime. Prácticamente todo aquel puñado de casuchas que conformaban dos estrechos callejones de tierra era de nuestra propiedad, entre hermanos, primos y allegados. A cualquier hora que uno se acercase, se topaba con una barahunda de zagales de mal aliño, casi todos emparentados, que jugaban con despreocupación entre las acequias, los cañaverales y los peligrosos conductos de agua que salvaban las quebradas. Que más bien habría de decir jugábamos, pues entre ellos nos contábamos tanto Lucio, que me llevaba seis años, como el que esto relata.

No me entretendré en contarle sobre aquella tribu, permítame llamarla así, que apenas unos años más tarde se desharía por culpa de la guerra. Baste decir que mis padres, Prudencio y Leonor, vivían y nos mantenían con el magro fruto de los campos que la villa nos arrendaba, en los que crecían sobre todo almendros pero también varias higueras y algún que otro olivo retorcido.

Fuimos seis los que recibimos el bautismo, pero hasta nueve veces alumbró mi madre, que se le murió un niño a las pocas horas, y dos hembras no llegaron a ver la cara de la comadrona. Y no para ahí nuestra desgracia, que de la media docena cuatro nacieron con graves taras, y a tres de ellos se los llevó a la tumba un mal aire cuando apenas contaban unos meses. Que digo yo que tanta consanguinidad acaba reventando por las costuras más débiles, y que tal habíamos de ser nosotros.

Basta echar cuentas para ver que los restantes no éramos sino Lucio, el Salvador que se menciona en la reseña, y un servidor, nacidos en este orden. El pobre Salvador, aunque recibido con los inconfundibles rasgos del mongolismo, no debía de ser tan retrasado, pues casi aprendió a hablar a edad más temprana que nosotros. Y ciertamente, se manejaba en el día a día con tal desparpajo que ni la crueldad infantil podía con él, y los insultos y burlas, que se hubieran dicho inevitables, cedían ante las sorprendidas expresiones de regocijo de quienes le trataban.

Que si la picardía y el gesto simpático resultan agradables en cualquier niño, más lo eran en ese muchacho de rostro plano y ojos rasgados, que se maravillaba ante cualquier nimiedad y explotaba entonces en una retahíla de irreales expresiones de asombro en las que las palabras guardaban un orden y una relación que sólo él comprendía. Sus sutilezas se me antojaban sandeces, pero tanto lo quería que intentaba seguirle la corriente y nos acabábamos desmadejando en un a modo de conversaciones de lo más original.

Dije antes que no había de perderme en desvaríos, y créame que no lo hago, pues en breve comprobará lo necesario que es el que usted conozca lo que hasta el momento le llevo escrito. Para contarle de Lucio he vuelto a mi Salvador anegado en lágrimas, y no sé decir si son éstas más de añoranza que de rabia.

Y es que, he de admitirlo, no me resulta grato recuperar la imagen de aquel Lucio patilargo y huraño a quien los años de ventaja parecían servir a modo de licencia contra todo el que no le aventajase en estatura o complexión. Siendo el mayor de entre aquella retahíla de primos en primer, segundo o tercer grado que hormigueábamos por los campos a todas horas, exigía con malos modos lo que él llamaba sus tributos, bien en especie bien en acciones "heroicas" que demostrasen nuestra sumisión.

Quizá la más espeluznante de aquellas consistía en atravesar con los ojos vendados el acueducto que salvaba el escarpado cauce del arroyo Zanjón, del que en su tramo central distaba más de veinte metros en vertical. Cómo no paramos ninguno en aquella barranquera sólo Dios ha de saberlo, que no lo comprendo yo cuando contemplo las pilastras de aquel escalofriante puente al que arrastraron las riadas del cincuenta y seis.

No guardaba Lucio mejor ni peor trato a Salvador que el resto de aquella horda harapienta. Si he de resumirlo en una palabra, ésta ha se ser la indiferencia. No rehuía su compañía cuando se terciaba, ni le hacía ascos ni le dirigía insultos, todo he de decirlo, y aunque tiendo a atribuir en ello más peso a la autoridad de mi padre que a la propia voluntad de Lucio, no sería justo si pretendiera una certeza que no poseo. Por su parte, Salvador le tenía una confusa mezcla de respeto y cariño, aunque cuando necesitaba de alguien que le abriera luz en la maraña de sombras de su entendimiento, me precio de haber sido siempre yo el elegido.

En esas andábamos, creciendo a trompicones entre los almendros y el polvo, cuando nos sorprendió como una riada la guerra que le dicen civil.

De nada valió el que anduviéramos ajenos a políticas y rencores, pues de la noche a la mañana los varones adultos fueron reclutados para milicias y enviados a un frente que aún con el tiempo no he podido localizar. La desigual suerte de unos y otros hizo que, tres años más tarde, la familia se hubiera desperdigado por medio país e incluso por Francia y Argelia, de tal suerte que a algunos llegué a perderles la pista hasta hace bien poco.

A nuestro padre lo trajeron en angarillas, mutilado y muy enfermo, una mala tarde que amagaba lluvia, y en su cama lo halló la muerte diez días más tarde, justo cuando la guerra daba a su fin.

La entereza con que mi madre nos había criado a todos a pesar de las penurias se vino entonces abajo como llevada por el viento, y la buena mujer reventó en amarga rebeldía contra aquella vida que así nos trataba y aquel Dios que nos escupía en la cara. Durante varios días nuestra casa se llenó de aullidos como cristales rotos, encerrados los hijos en ella como en un vientre que, aterrado, se negara a parirnos. Finalmente la tía Asunción y sus hijos mayores forzaron la puerta y redujeron a mi madre, hallándonos en tal estado de suciedad y desnutrición que hubieron de dar cuenta al párroco don Justo para que, mediando ante las autoridades, hallara la mejor salida a aquel desastre.

Salida que consistió, a la suma, en el internamiento de mi madre en el sanatorio de San Jaime y en el mío propio en el colegio de beneficencia que los curas regentaban en la zona más vieja de Segueruela. A Lucio, ya casi un hombre, le consiguieron un trabajo de operario en una pequeña fábrica de calzados, y le permitieron quedarse en nuestra casa bajo la tutela de la tía Asunción. Nadie sabía qué hacer con Salvador, quien fue puesto finalmente al cuidado de Lucio, lo que en la práctica equivalía a decir que mi tía también debía ocuparse de sus necesidades.

Y así transcurrieron los siguientes doce meses. Las callejas que en su día se llenaron de pequeños Freijomiles alborotadores acusaron el abandono de muchas de sus viviendas y los parcos recursos de los que allí quedaban, convertidas pronto en arrabal de pobres al que nadie dio en dotar de servicios dignos. Apenas una docena de personas de los muchos que fuimos quedamos allí más por necesidad que por deseo: mi tía Asunción con sus cuatro hijos y aquel marido que andaba más por los bares que con los suyos, el viejo Leandro, a quien se le suponía un lejano parentesco con mi padre, el tío Juan y la tía Vicenta, muy mayores y gastados, cuyos seis hijos se hallaban muertos o huidos, y, en fin, nosotros tres.

Me incluyo en la cuenta a pesar del internamiento, porque todos los fines de semana los curas me daban libertad para que volviera a mi casa, que así se ahorraban la manutención de aquellos días. Cada viernes al acabar las clases corría ansioso a la gran nave en la que dormía con otros cuarenta mozos, cogía al vuelo mis escasas pertenencias, y salía al trote calle arriba, cruzando puentes y callejones, atajando por huertas y bancales, hasta aquella calle que tan familiar me resultaba.

Allí, de puntillas de tan impaciente, en el límite invisible que jamás se aventuraba a cruzar él solo, me aguardaba Salvador agitando los brazos y girando como un trompo por la emoción. Y mientras besaba a mi tía y cruzaba las últimas noticias con mis primos, Salvador daba saltitos alrededor y relataba de manera entrecortada los mil y un pensamientos que se le habían venido a la cabeza desde nuestro último encuentro, sus emociones y sus penas, las maravillas que la naturaleza abría solo ante sus ojos, pues a los demás nos pasaban desapercibidas por ordinarias. Tantas llegaban a ser las imágenes fantásticas que le venían a su desordenada cabeza, que me pidió que le enseñara las letras sólo para poder recogerlas según le asaltaban, y a tal tarea dediqué todos los fines de semana de aquel gris invierno.

Lucio, en esas, andaba más a la suya que en nuestros asuntos. La educación que mis padres le habían pagado pronto le sirvió para sustituir el taller por una pequeña oficina, en la que llevaba cabalmente las cuentas de la empresa. Con ello pudo ahorrar algo de dinero, comprarse ropa, y permitirse incluso algunas escapadas nocturnas con sus nuevos amigos.

Con nosotros se mostraba correcto pero distante: entregaba semanalmente una cantidad a mi tía para que mantuviera la casa en condiciones, atendía con paciencia las necesidades de Salvador, y contribuía a las reclamaciones económicas que los religiosos le hacían de tanto en tanto a costa de mis cuidados. Pero el tiempo que pasaba en la casa era cada vez menor, y ni una vez hizo por llevarnos a parte alguna, ni aún cuando estrenaban una nueva película en el cine de verano y acudían todos a verla como en procesión.

A mi madre no pudimos visitarla, y tan malo era su estado que acabó sufriendo un derrame en el otoño del 40, y tuvimos que contratar una vieja furgoneta de reparto para que transportase su cuerpo sin vida desde el sanatorio al cementerio local.

Y sucedió que, al poco de fallecer mi madre, el padre Ernesto, ecónomo del centro que me albergaba, decidió apretar un tanto las tuercas a Lucio a costa de sus crecientes emolumentos. El sacerdote se presentó en nuestra casa un sábado por la mañana, sin avisar, y cuando le abrí la puerta con aire sorprendido pidió hablar con mi hermano. Dormitaba este la juerga de la noche anterior, de manera que hubo el cura de aguardar unos minutos en el desvencijado salón mientras intentaba mostrarse amable conmigo y con Salvador.

Cuando Lucio apareció, vestido aprisa y sin afeitar, el padre Ernesto le señaló que prefería hablar con él a solas, por lo que mi hermano nos indicó con un gesto que marcháramos al cuartucho que nos hacía de dormitorio común. Es así cómo fui testigo de la conversación que allí se mantuvo, pues aunque las paredes de la casa eran recias y gruesas, un vano mal tabicado hacía que cualquier ruido en una estancia sonase nítido en la otra.

Como dije, el padre Ernesto regateó habilidoso con Lucio, argumentando que, aunque aún le restaban dos años para la mayoría de edad, era ya capaz de sostener a una familia, y que por tanto la beneficencia no era lugar para mí. Viéndose dueño de responsabilidades que en modo alguno deseaba, Lucio rebuscó razones para mi permanencia en la institución, pero como al poco tuvo la certeza de que apelando a los sentimientos no iba a llegar a buen puerto, acabó sugiriendo que quizá una mayor aportación económica a la comunidad religiosa redundaría en mutuo beneficio. Que era, precisamente, a lo que el padre Ernesto quería llegar. Y así, tras breve toma y daca, cerraron una cifra y me condenaron a otro año de disciplina cuartelera.

El caso es que ya el sacerdote se había puesto en pie para despedirse, cuando dijo un "¡Ah!" al que siguió la parrafada que, a vuelapluma, transcribo a continuación:

– Mientras le esperaba, he encontrado este papel en el suelo, junto a la mesita. No sabía que escribiera usted poesía. Reconozco que no estoy muy puesto en letras, y aún menos en poemas, que todo lo que no es rima consonante no acaba de entrarme, pero he de admitir que su poesía posee algo... no sé cómo decirlo. Algo sugerente ùhizo el padre Ernesto una pausa, y recitó, supongo que leyendo:

Los cuerpos de la rosa
acarician un romance
de agua fresca y cerezas.
La rosa es como crece,
cáscara de la miel
como un río que suena.

Como por el rayo, volteé el rostro hacia Salvador, reconociendo al punto sus pensamientos como si acabara de escucharlos de su propia voz. Con aire de pilluelo sorprendido, mi contrahecho hermano encogió los hombros y agitó las manos, hurtando a los míos sus ojos rasgados y riéndose por lo bajinis. Pero continuó el padre Ernesto con aquella voz que tan bien recitaba sermones como, al parecer, sabía expresar sentimientos:


La nieve está preciosa
y florece por la mañana
y en primavera se derrite el mar.
En la nieve hace frío
por la mañana
cuando nace el helado dolor.


Brincaba en silencio Salvador, excitado, mientras yo pegaba aún más el oído al flaco tabique, ansioso por escuchar lo que el padre Ernesto había de decir. Que fue:

– No se azore, Lucio, no se azore. No es motivo de vergüenza el escribir poesía, aunque a mí, personalmente, me gustan más las obras que ensalzan los misterios de Nuestra Señora o que describen nuestros hermosos paisajes. Pero su poesía tiene algo que, pobre de mí, no soy capaz de describir como sin duda merece. Posee usted un don, amigo Freijomil, y no haría mal en dedicarse a desarrollarlo en serio. Verá, hace unos días recibimos noticia en el colegio de un premio de poesía que convoca la Diputación provincial. Si usted lo desea, puedo buscar el aviso y ver si aún está usted a tiempo de participar en el mismo -y como Lucio callase, añadió el sacerdote: Espero no estar metiéndome en donde no me llaman, no quisiera...

– En modo alguno, en modo alguno -balbució torpemente mi hermano mayor, a quien nunca se le había dado mal el abrir las rendijas que se le ofrecían-. Al contrario, le agradezco el interés, y estaré encantado de participar.

– Ya le digo que no pretendo dármelas de experto, pero sí que soy buen lector, y al menos estos poemas no le van a la zaga a los mejores que han caído en mis manos.

Acabó aquella conversación entre zalamas y buenos deseos, y no bien oímos la puerta cerrarse a las espaldas del padre Ernesto, me precipité en la sala dispuesto a expresar mi más enérgica repulsa ante aquella apropiación indebida. A lo cual respondió Lucio con un lacónico bofetón que me tuvo aturdido en el suelo durante un buen rato.

Para cuando recobré el entendimiento, Lucio se había encerrado con Salvador en el dormitorio y le hacía un sinfín de preguntas acerca de los campos, de las nubes, de los almendros en primavera, de las bestias que se usaban para la carga, de los abuelos que tomaban el sol en la plaza al fin de nuestra calle, del paso del tiempo por las paredes de nuestras casas. De tantas cosas, en fin, que recogerlas todas no es sino describir lo que hasta entonces había sido nuestra vida. Y Salvador, feliz al confundir aquel súbito interés de su hermano mayor con un infrecuente arranque de cariño, respondía a cada incitación con una letanía de metáforas, con un manantial de ideas, con una riada de sustantivos y adjetivos que, sin conexión aparente, acababan conformando versos enigmáticos que encerraban tiernos mensajes subliminales. Libre de anclajes y convenciones, jugaba Salvador con aquellas palabras como un prestidigitador con sus artificios.

Lo que de todo ello derivó es fácil suponerlo a estas alturas. Ganó Lucio -debiera decir Salvadorù aquel concurso provincial, y de ahí al éxito editorial apenas le fue un paso. Encerrándose horas y horas con su hasta entonces ignorado hermano, exprimía tanto su cándido ingenio que tiempo le faltaba luego para pasar a limpio sus cuartillas garabateadas.

El éxito de "Mañanitas Frescas" fue tal, que las rentas y los contratos que siguieron le permitieron dejar el trabajo en la fábrica de calzados para consagrarse a explorar la veta recién descubierta. Y un fin de semana de abril, al llegar a nuestra calle, la tía Asunción me recibió con la mirada gacha y me trasladó una triste nota en la que, en breve, Lucio me comunicaba que tres días antes había trasladado su residencia a Zaragoza, llevándose con él a Salvador y dejando a mi tía una renta suficiente para pagarme los estudios hasta la mayoría de edad.

No tengo ánimos para expresar el golpe que aquello me supuso, ni me creo con destreza suficiente para describir con palabras toda la amargura que desde entonces se adueñó de mis huesos y engriseció mi alma. Tampoco es tal desazón el objeto de la presente, que no ha sido éste sino desenmascarar a aquel que de tan artera forma se adueñó de una gloria que no le correspondía y me alejó de quien más quise. Baste decir que, cuando mi dulce Salvador murió de una insuficiencia cardíaca seis años después, hubiera dado el resto de mis días por haber estado a su lado para recoger su aliento en mis manos.

No he vuelto a ver a Lucio desde aquel entierro, aunque es público que supo administrar con fortuna las rentas de su corta carrera literaria, de tal suerte que hoy regenta varios negocios en Zaragoza. Mi propia historia carece de interés.

Solo me resta aclarar los motivos que me llevan a revelar tan sórdido secreto cuando son tantos los años que desde entonces han transcurrido que más fácil sería dar por pasada la cuestión y asumirla como uno más de los reveses de la vida. La razón puede usted fácilmente colegirla de la notificación que a continuación le transcribo, que me fue entregada hace unas horas por un agente municipal y que ha acabado de rasgar mis entrañas con la más profunda pena.

"Estimado Señor:
Ante el reiterado impago de las tasas municipales correspondientes, y sin que hayamos recibido respuesta a los tres requerimientos que por parte de este servicio se han hecho llegar al Sr. D. Lucio José de Paula Freijomil Herrera, le comunico que los restos de D. Salvador Andrés Freijomil Herrera, depositados en el cementerio municipal en nicho de alquiler nº 312, han sido con fecha de hoy exhumados y depositados en el osario público para pobres, indigentes y personas sin identificar. Lamentamos sinceramente la adopción de tan drástica medida. Lo que le comunicamos para su conocimiento como familiar localizable más próximo."
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"Mañanitas Frescas" es el título del cuadernillo coordinado por Juan Emilio Ríos y editado en 2001por la Fundación Asistencial Papelera, en el que se recogen poesías creadas al alimón por varias chicas con diversas minusvalías psíquicas: Encarnita Saez, Susana Villanueva, Isabel María Chacón, Sonia López, Irene Calvente, Raquel Blas, Mamen Guisado y Vanessa Vurt. Los versos son obra de ellas, y se reproducen con permiso.

lunes, 27 de octubre de 2008

De lluvia y calma

Premio del II Certamen de Relato Corto Centro Municipal de la Mujer, Ayuntamiento de San Roque, 2001; publicado en el libro "Apretados los dientes" (2002), Algeciras: Praxis, pp. 17-26.


Debían de ser como las cinco de la tarde cuando llegamos a Pedrasanta, aunque el gris monótono del día mezclaba las horas como en un balde de agua sucia. No habíamos probado bocado desde que nos apeamos en la estación, pero yo sabía, por la expresión de mamá, que no era hora de pedir comida. Así que me limitaba a caminar a su lado, chapoteando de mala gana por el lodazal que enlazaba la parroquia con el Ferrol.

Durante el largo viaje en los incómodos asientos de madera del tren del Norte, mamá había tenido ocasión de contarme sobre sus escasos recuerdos de infancia en la mohosa aldea en la que ahora buscábamos refugio. Cuando la hambruna del doce forzó a la emigración sólo quedaron en Pedrasanta aquellos parientes que, décadas más tarde, habían aceptado quién sabe si a regañadientes abrirnos el portalón de su pazo y acogernos bajo su protección.

El tal "pazo" resultó no ser más que un gran caserón destartalado, en el que la melancolía que acompaña al envejecimiento trepaba por las paredes como la hiedra. A su costado se extendía un prado que se difuminaba a los pocos metros entre jirones de niebla, con varias vacas que pastaban silenciosas como espectros en el cementerio de Hamlet. No se veía un alma en los alrededores, aunque la bruma traía en volandas el traqueteo de un carro. Recuerdo que mamá me alisó las rubias guedejas antes de llamar con los nudillos, y mientras esperábamos exhaló un suspiro que era una callada oración por la nueva vida que nos aguardaba tras aquella puerta.
– ¡Rosalía! ¿Por qué no has escrito? ¡Que te hubiéramos ido a buscar...!
Aquella señora de voz cantarina se secó apresuradamente las manos en el delantal que cubría su generoso pecho, y abrazó calurosamente a mamá, que en sus brazos parecía un gorrión.
– No queríamos ser molestia. Ya bastante hacéis recogiéndonos así.
– ¿Qué molestia? ¿Pues no eres mi sobrina? Ay, y este debe de ser Cosme, que no lo conozco yo. ¡Qué sol de muchacho! -los carnosos brazos de mi tía me estrujaron con alborozo, y luego estudió mi rostro como si fuera a comérselo- Es igualito que tu Cosme, que Dios guarde.

Creí percibir un brillo temblón en los hermosos ojos de mi madre, y mi tía se estremeció con gesto compungido, al tiempo que se hacía a un lado para franquearnos el paso. Aquella fue mi primera noche en Pedrasanta.

Si queréis hacer feliz a un niño, soltadlo a su aire en un mundo nuevo y misterioso y dadle por guía a otro chico de su edad. Mi primo se llamaba Elías, y desde el principio me cayó bien, quizá porque parecía tomarse a broma todo lo que los adultos decían con voz seria, fingiendo una mirada de inocencia que mal podría engañar a nadie. Fue él quien me abrió las puertas de aquel laberíntico mundo de piedra, carballos, laureles y sanguiños, de pastos y vacas, de renqueantes puentes de madera sobre arroyos gélidos y transparentes. Un mundo pintado por un artista miope, pues los perfiles se diluían en la lúgubre niebla gris y en aquella lluvia fina y eterna que los del lugar llaman el orballo, y que tanto sirve para perderse como para hurtar los propios pecados a la vista de los demás.

Y sin embargo, la aldea de Pedrasanta estaba casi vacía. Según me reveló Elías como quien cuenta un secreto, de la noche a la mañana muchas familias habían desaparecido como tragadas por aquel mar que, oculto por los bosques, rugía rítmicamente a corta distancia. Tía Benita había zanjado su curiosidad con un escueto y obvio "marcharon", y nadie volvió a preguntar por los desaparecidos. De ello hacía ya más de un año.

Tío Constantino era un hombrón corpulento, de rostro sonrosado y pelo negro, más rizado por la humedad que por propia naturaleza. Parecía ejercer cierta autoridad en la aldea, pues incluso los guardias le llamaban de "Don". Y tan bien debía de estar relacionado, que al poco consiguió para mamá un empleo en un taller de la ciudad, haciendo calderas para los buques de guerra.

Por mi parte, a los pocos días de nuestra llegada me incorporé a la misma escuela a la que asistía Elías, en la que un racimo de chicos compartíamos la única estancia del "colegio de niños". Para alivio de mis inseguridades, el hielo, de haberlo, se rompió en apenas unas horas, en buena parte gracias a la mediación de mi primo. Aquel día corrí a contarle las nuevas a mamá, que me sonrió con aquellos labios tan bonitos y tan tristes y me escondió entre sus brazos durante un largo rato.

Creo que me habría adaptado bien a aquella tierra, a pesar del frío y la humedad. Supongo que habría terminado casándome con alguna chica de la zona y marchando al Ferrol, a trabajar para los militares o en los astilleros, o quizá incluso a La Coruña, quien sabe. Y sin embargo, el destino no había acabado de jugar al gato y al ratón con nosotros.

– ¿Escuchaste lo de Rosalía?
Aquellas palabras, que sin duda me daban por dormido, tuvieron el efecto de sabotear mi primer sueño. Mis tíos estaban en la habitación contigua, y aunque no los veía podía seguir sus sombras temblando en la pared, recortadas por el rojo relumbrón de la chimenea. El fuego crepitaba como los huesos de un viejo.

– Lo escuché -tío Constantino era parco en palabras, aunque cuando de tanto en tanto el vino le soltaba la lengua, se perdía en largos relatos de antepasados conquistadores, emigrantes o contrabandistas, supongo que las más de las veces inventados.
– Algo habrá que hacer. Porque es la hija de mi hermano y tenemos obligaciones con ella, pero no puede ir por ahí como va, y menos con la responsabilidad de un hijo a sus espaldas. ¿Escuchaste lo que les dijo a las mujeres del taller?
– Me lo contaron.
– ¡Pues ya ves! Y ya sabes cómo están las cosas. Acuérdate de lo que pasó en San Martiño, que no hace tanto de eso...
– Calla, calla.
– ...que yo entiendo de dónde viene, y que allí esas cosas eran diferentes, pero también los tiempos eran otros, y para bien o para mal ya volvieron las aguas a sus cauces. Que no digo yo que sea lo mejor ni que no lo sea, pero es la manera en que siempre fueron las cosas... Rosalía no puede andar calentando a las mujeres con todos esos cuentos, que si salarios iguales, que por qué han de hacer ellas todo el trabajo si sus maridos son unos vagos, que no deben dejar que les pongan la mano encima, que si tal, que si cual. Que luego hay mucha tonta que va por ahí hablando. Y mira a dónde nos llevó tanto protestar y tanta huelga y tanto sindicato.
– Creo que ella estaba en el comité de empresa de la fábrica, antes de que pasara todo y mataran a Cosme.
– ¡Sssst! Ni lo menciones, que las paredes tienen oídos.

Miré receloso a las paredes, aunque entendía la metáfora. Mis tíos permanecieron unos segundos en silencio, como aventando oídos a la escucha. Contuve la respiración. Al poco, tía Benita prosiguió su letanía.

– Los problemas tienen las patas muy largas, y seguro que ya corre por ahí de boca en boca. Cualquier día tenemos un disgusto y ya sabes cómo acaban esas cosas en estos tiempos. Así que ves pensando qué vas a hacer.

Aquellas palabras evocaron confusos recuerdos, sensaciones aisladas. Me vino el olor del tabaco que impregnaba nuestra casa después de aquellas agitadas reuniones nocturnas. Los días de euforia y alborozo, exaltados los ánimos por acontecimientos que nadie se molestaba en explicarme. La excitación de las manifestaciones y el miedo en el tumulto que las acompañaba. La fría humedad de la madrugada en que, entre gritos, golpes y carreras, se llevaron a papá... Aquella noche, mientras se deshacía mi consciencia, pude percibir a mi lado su cálida compañía, y mis sueños se tejieron sobre su tranquilizadora voz de profesor, que susurraba como en un salmo lejanas utopías igualitarias.

Fueron aquellos días en que las sonrisas se trocaron en miradas gachas y gestos furtivos, en que los silencios eran tan espesos que dolían en los oídos. Avergonzado, no me atreví a poner a mamá al tanto de aquellas palabras hurtadas al vuelo, aunque supongo que, cuando la vida te ha maltratado tanto como a ella, acabas por intuir los golpes como los perros intuyen los terremotos. Inclinada sobre mi lecho, inventaba cuentos que me narraba a media voz hasta que yo fingía el sueño, y entonces depositaba suavemente su cabeza junto a la mía y ahogaba sus lágrimas en mis cabellos.

Todo acaba por llegar. Una tarde sucia y húmeda, la prematura venida de mamá al colegio rompió el monótono sopor de la lección y me encontré, casi sin comerlo, trotando a su lado camino del pazo. No sabría decir si mamá lloraba o si era aquella fina lluvia que siempre nos acompañaba la que empapaba su hermoso rostro delgado. El silencio con que nos recibieron a la puerta de la hacienda parecía pedir disculpas, y aunque años después la propia experiencia del miedo me ha hecho descubrir su presencia en aquella estancia, no sabría decir si no era más bien vergüenza lo que los rostros de mis tíos expresaban. Nuestro magro equipaje nos esperaba en la oscuridad.

– Es por tu bien, porque esa gente anda buscando fugitivos por todas partes, y cualquier día saben de ti y vienen a buscarte...

Sin alzar la vista, mamá me secó apresuradamente el pelo y echó sobre mis hombros el pesado gabán que acababa de comprar en Aveleira con su primer sueldo.

– Al otro lado del océano vive un hermano de Cosme. Guardo una carta suya, y es probable que siga en la misma dirección -la voz de mamá sonó fuerte, decidida, sin atisbo de la congoja que antes la empañara. Y aunque las busqué, tampoco percibí señales de rencor-. Tengo suficiente dinero para los pasajes, y dentro de dos días sale un barco desde La Coruña. Estaremos bien.

Tía Benita rompió finalmente en lágrimas, y tío Constantino me dio a escondidas algún dinero. Lamenté no haber tenido ocasión de despedirme de mi primo. Afuera había escampado, y aunque aún era de día, la niebla cerrada nos recibió con un gélido abrazo. Mamá se detuvo un momento junto al portón y se despidió de mis tíos con dos sencillos besos. Luego me cogió de la mano y suspiró hondo, derramando en los míos aquellos preciosos ojos azules. Mientras nos alejábamos, hundiéndonos en barro hasta los tobillos, me aferré con fuerza a aquella mano que asía la mía, convencido de que, mientras la tuviera a mi lado, tanto daba que llovieran problemas como chuzos de punta.