lunes, 17 de noviembre de 2008

Los cuerpos de la rosa

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Publicado en el libro "Apretados los dientes" (2002), Algeciras: Praxis, pp. 27-44.
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Lucio José de Paula Freijomil Herrera nació en una familia de campesinos en Segueruela, provincia de Teruel, el año de 1922. Primogénito de nueve hermanos, sus padres se esforzaron en proporcionarle una educación de la que obtuvo un provecho moderado hasta que, en 1941, sorprendió a todos ganando el premio Alberto Garrigo de poesía, convocado por la Diputación provincial. Ese fue el comienzo de una carrera literaria tan brillante como breve. Su primer libro de éxito fue "Mañanitas Frescas" (Ediciones Chacón, 1942), al que siguieron seis libros más durante cuatro años. Entonces se interrumpió bruscamente su carrera, cuando el fallecimiento de su hermano Salvador, al que se encontraba muy unido, le sumió en una profunda depresión. Destaca en su poesía la extraordinaria creatividad, las imágenes sugerentes y sorpresivas, y una notable capacidad de conformar con palabras una experiencia refrescante y plena, de calidad indiscutible. Desaparecido de la escena pública, desde entonces se dedica a administrar varias pequeñas empresas en Zaragoza.

Me he permitido reproducir la reseña aparecida en el número de su revista del doce de marzo, ya que resume adecuadamente lo poco que de mi hermano resulta de conocimiento público, aparte sus letras. Y desde que hace ya cuatro décadas la mala fortuna me dejó como único familiar suyo con vida, resolví que no había de saberse más, no ya porque lo que ocultaba pusiera en cuestión a Lucio, sino por una cierta honrilla de familia, que fue lo único que alcanzaron a legarme mis mayores.

Con todo, ciertos sucedidos recientes, que en su momento le expondré, han quebrado mi espíritu en tal manera que mal árnica resulta una honra a la que mi hermano ha faltado gravemente durante más de media vida. Permítame revelarle los hechos en su secuencia, que si me dejo llevar por la rabia, mis divagaciones no pueden sino aburrirle.

Es posible que conozca usted la villa de Segueruela siquiera de vista, pues aunque pequeña no dista mucho de la capital. En cualquier caso, sabrá que se derrama de manera desorganizada por las barranqueras creadas por la lluvia y el viento, como si Dios la hubiera dejado caer desde lo alto en un descuido.

En los años de la República vivíamos en lo que entonces eran arrabales, no muy lejos de la vereda que sube a la ermita de San Jaime. Prácticamente todo aquel puñado de casuchas que conformaban dos estrechos callejones de tierra era de nuestra propiedad, entre hermanos, primos y allegados. A cualquier hora que uno se acercase, se topaba con una barahunda de zagales de mal aliño, casi todos emparentados, que jugaban con despreocupación entre las acequias, los cañaverales y los peligrosos conductos de agua que salvaban las quebradas. Que más bien habría de decir jugábamos, pues entre ellos nos contábamos tanto Lucio, que me llevaba seis años, como el que esto relata.

No me entretendré en contarle sobre aquella tribu, permítame llamarla así, que apenas unos años más tarde se desharía por culpa de la guerra. Baste decir que mis padres, Prudencio y Leonor, vivían y nos mantenían con el magro fruto de los campos que la villa nos arrendaba, en los que crecían sobre todo almendros pero también varias higueras y algún que otro olivo retorcido.

Fuimos seis los que recibimos el bautismo, pero hasta nueve veces alumbró mi madre, que se le murió un niño a las pocas horas, y dos hembras no llegaron a ver la cara de la comadrona. Y no para ahí nuestra desgracia, que de la media docena cuatro nacieron con graves taras, y a tres de ellos se los llevó a la tumba un mal aire cuando apenas contaban unos meses. Que digo yo que tanta consanguinidad acaba reventando por las costuras más débiles, y que tal habíamos de ser nosotros.

Basta echar cuentas para ver que los restantes no éramos sino Lucio, el Salvador que se menciona en la reseña, y un servidor, nacidos en este orden. El pobre Salvador, aunque recibido con los inconfundibles rasgos del mongolismo, no debía de ser tan retrasado, pues casi aprendió a hablar a edad más temprana que nosotros. Y ciertamente, se manejaba en el día a día con tal desparpajo que ni la crueldad infantil podía con él, y los insultos y burlas, que se hubieran dicho inevitables, cedían ante las sorprendidas expresiones de regocijo de quienes le trataban.

Que si la picardía y el gesto simpático resultan agradables en cualquier niño, más lo eran en ese muchacho de rostro plano y ojos rasgados, que se maravillaba ante cualquier nimiedad y explotaba entonces en una retahíla de irreales expresiones de asombro en las que las palabras guardaban un orden y una relación que sólo él comprendía. Sus sutilezas se me antojaban sandeces, pero tanto lo quería que intentaba seguirle la corriente y nos acabábamos desmadejando en un a modo de conversaciones de lo más original.

Dije antes que no había de perderme en desvaríos, y créame que no lo hago, pues en breve comprobará lo necesario que es el que usted conozca lo que hasta el momento le llevo escrito. Para contarle de Lucio he vuelto a mi Salvador anegado en lágrimas, y no sé decir si son éstas más de añoranza que de rabia.

Y es que, he de admitirlo, no me resulta grato recuperar la imagen de aquel Lucio patilargo y huraño a quien los años de ventaja parecían servir a modo de licencia contra todo el que no le aventajase en estatura o complexión. Siendo el mayor de entre aquella retahíla de primos en primer, segundo o tercer grado que hormigueábamos por los campos a todas horas, exigía con malos modos lo que él llamaba sus tributos, bien en especie bien en acciones "heroicas" que demostrasen nuestra sumisión.

Quizá la más espeluznante de aquellas consistía en atravesar con los ojos vendados el acueducto que salvaba el escarpado cauce del arroyo Zanjón, del que en su tramo central distaba más de veinte metros en vertical. Cómo no paramos ninguno en aquella barranquera sólo Dios ha de saberlo, que no lo comprendo yo cuando contemplo las pilastras de aquel escalofriante puente al que arrastraron las riadas del cincuenta y seis.

No guardaba Lucio mejor ni peor trato a Salvador que el resto de aquella horda harapienta. Si he de resumirlo en una palabra, ésta ha se ser la indiferencia. No rehuía su compañía cuando se terciaba, ni le hacía ascos ni le dirigía insultos, todo he de decirlo, y aunque tiendo a atribuir en ello más peso a la autoridad de mi padre que a la propia voluntad de Lucio, no sería justo si pretendiera una certeza que no poseo. Por su parte, Salvador le tenía una confusa mezcla de respeto y cariño, aunque cuando necesitaba de alguien que le abriera luz en la maraña de sombras de su entendimiento, me precio de haber sido siempre yo el elegido.

En esas andábamos, creciendo a trompicones entre los almendros y el polvo, cuando nos sorprendió como una riada la guerra que le dicen civil.

De nada valió el que anduviéramos ajenos a políticas y rencores, pues de la noche a la mañana los varones adultos fueron reclutados para milicias y enviados a un frente que aún con el tiempo no he podido localizar. La desigual suerte de unos y otros hizo que, tres años más tarde, la familia se hubiera desperdigado por medio país e incluso por Francia y Argelia, de tal suerte que a algunos llegué a perderles la pista hasta hace bien poco.

A nuestro padre lo trajeron en angarillas, mutilado y muy enfermo, una mala tarde que amagaba lluvia, y en su cama lo halló la muerte diez días más tarde, justo cuando la guerra daba a su fin.

La entereza con que mi madre nos había criado a todos a pesar de las penurias se vino entonces abajo como llevada por el viento, y la buena mujer reventó en amarga rebeldía contra aquella vida que así nos trataba y aquel Dios que nos escupía en la cara. Durante varios días nuestra casa se llenó de aullidos como cristales rotos, encerrados los hijos en ella como en un vientre que, aterrado, se negara a parirnos. Finalmente la tía Asunción y sus hijos mayores forzaron la puerta y redujeron a mi madre, hallándonos en tal estado de suciedad y desnutrición que hubieron de dar cuenta al párroco don Justo para que, mediando ante las autoridades, hallara la mejor salida a aquel desastre.

Salida que consistió, a la suma, en el internamiento de mi madre en el sanatorio de San Jaime y en el mío propio en el colegio de beneficencia que los curas regentaban en la zona más vieja de Segueruela. A Lucio, ya casi un hombre, le consiguieron un trabajo de operario en una pequeña fábrica de calzados, y le permitieron quedarse en nuestra casa bajo la tutela de la tía Asunción. Nadie sabía qué hacer con Salvador, quien fue puesto finalmente al cuidado de Lucio, lo que en la práctica equivalía a decir que mi tía también debía ocuparse de sus necesidades.

Y así transcurrieron los siguientes doce meses. Las callejas que en su día se llenaron de pequeños Freijomiles alborotadores acusaron el abandono de muchas de sus viviendas y los parcos recursos de los que allí quedaban, convertidas pronto en arrabal de pobres al que nadie dio en dotar de servicios dignos. Apenas una docena de personas de los muchos que fuimos quedamos allí más por necesidad que por deseo: mi tía Asunción con sus cuatro hijos y aquel marido que andaba más por los bares que con los suyos, el viejo Leandro, a quien se le suponía un lejano parentesco con mi padre, el tío Juan y la tía Vicenta, muy mayores y gastados, cuyos seis hijos se hallaban muertos o huidos, y, en fin, nosotros tres.

Me incluyo en la cuenta a pesar del internamiento, porque todos los fines de semana los curas me daban libertad para que volviera a mi casa, que así se ahorraban la manutención de aquellos días. Cada viernes al acabar las clases corría ansioso a la gran nave en la que dormía con otros cuarenta mozos, cogía al vuelo mis escasas pertenencias, y salía al trote calle arriba, cruzando puentes y callejones, atajando por huertas y bancales, hasta aquella calle que tan familiar me resultaba.

Allí, de puntillas de tan impaciente, en el límite invisible que jamás se aventuraba a cruzar él solo, me aguardaba Salvador agitando los brazos y girando como un trompo por la emoción. Y mientras besaba a mi tía y cruzaba las últimas noticias con mis primos, Salvador daba saltitos alrededor y relataba de manera entrecortada los mil y un pensamientos que se le habían venido a la cabeza desde nuestro último encuentro, sus emociones y sus penas, las maravillas que la naturaleza abría solo ante sus ojos, pues a los demás nos pasaban desapercibidas por ordinarias. Tantas llegaban a ser las imágenes fantásticas que le venían a su desordenada cabeza, que me pidió que le enseñara las letras sólo para poder recogerlas según le asaltaban, y a tal tarea dediqué todos los fines de semana de aquel gris invierno.

Lucio, en esas, andaba más a la suya que en nuestros asuntos. La educación que mis padres le habían pagado pronto le sirvió para sustituir el taller por una pequeña oficina, en la que llevaba cabalmente las cuentas de la empresa. Con ello pudo ahorrar algo de dinero, comprarse ropa, y permitirse incluso algunas escapadas nocturnas con sus nuevos amigos.

Con nosotros se mostraba correcto pero distante: entregaba semanalmente una cantidad a mi tía para que mantuviera la casa en condiciones, atendía con paciencia las necesidades de Salvador, y contribuía a las reclamaciones económicas que los religiosos le hacían de tanto en tanto a costa de mis cuidados. Pero el tiempo que pasaba en la casa era cada vez menor, y ni una vez hizo por llevarnos a parte alguna, ni aún cuando estrenaban una nueva película en el cine de verano y acudían todos a verla como en procesión.

A mi madre no pudimos visitarla, y tan malo era su estado que acabó sufriendo un derrame en el otoño del 40, y tuvimos que contratar una vieja furgoneta de reparto para que transportase su cuerpo sin vida desde el sanatorio al cementerio local.

Y sucedió que, al poco de fallecer mi madre, el padre Ernesto, ecónomo del centro que me albergaba, decidió apretar un tanto las tuercas a Lucio a costa de sus crecientes emolumentos. El sacerdote se presentó en nuestra casa un sábado por la mañana, sin avisar, y cuando le abrí la puerta con aire sorprendido pidió hablar con mi hermano. Dormitaba este la juerga de la noche anterior, de manera que hubo el cura de aguardar unos minutos en el desvencijado salón mientras intentaba mostrarse amable conmigo y con Salvador.

Cuando Lucio apareció, vestido aprisa y sin afeitar, el padre Ernesto le señaló que prefería hablar con él a solas, por lo que mi hermano nos indicó con un gesto que marcháramos al cuartucho que nos hacía de dormitorio común. Es así cómo fui testigo de la conversación que allí se mantuvo, pues aunque las paredes de la casa eran recias y gruesas, un vano mal tabicado hacía que cualquier ruido en una estancia sonase nítido en la otra.

Como dije, el padre Ernesto regateó habilidoso con Lucio, argumentando que, aunque aún le restaban dos años para la mayoría de edad, era ya capaz de sostener a una familia, y que por tanto la beneficencia no era lugar para mí. Viéndose dueño de responsabilidades que en modo alguno deseaba, Lucio rebuscó razones para mi permanencia en la institución, pero como al poco tuvo la certeza de que apelando a los sentimientos no iba a llegar a buen puerto, acabó sugiriendo que quizá una mayor aportación económica a la comunidad religiosa redundaría en mutuo beneficio. Que era, precisamente, a lo que el padre Ernesto quería llegar. Y así, tras breve toma y daca, cerraron una cifra y me condenaron a otro año de disciplina cuartelera.

El caso es que ya el sacerdote se había puesto en pie para despedirse, cuando dijo un "¡Ah!" al que siguió la parrafada que, a vuelapluma, transcribo a continuación:

– Mientras le esperaba, he encontrado este papel en el suelo, junto a la mesita. No sabía que escribiera usted poesía. Reconozco que no estoy muy puesto en letras, y aún menos en poemas, que todo lo que no es rima consonante no acaba de entrarme, pero he de admitir que su poesía posee algo... no sé cómo decirlo. Algo sugerente ùhizo el padre Ernesto una pausa, y recitó, supongo que leyendo:

Los cuerpos de la rosa
acarician un romance
de agua fresca y cerezas.
La rosa es como crece,
cáscara de la miel
como un río que suena.

Como por el rayo, volteé el rostro hacia Salvador, reconociendo al punto sus pensamientos como si acabara de escucharlos de su propia voz. Con aire de pilluelo sorprendido, mi contrahecho hermano encogió los hombros y agitó las manos, hurtando a los míos sus ojos rasgados y riéndose por lo bajinis. Pero continuó el padre Ernesto con aquella voz que tan bien recitaba sermones como, al parecer, sabía expresar sentimientos:


La nieve está preciosa
y florece por la mañana
y en primavera se derrite el mar.
En la nieve hace frío
por la mañana
cuando nace el helado dolor.


Brincaba en silencio Salvador, excitado, mientras yo pegaba aún más el oído al flaco tabique, ansioso por escuchar lo que el padre Ernesto había de decir. Que fue:

– No se azore, Lucio, no se azore. No es motivo de vergüenza el escribir poesía, aunque a mí, personalmente, me gustan más las obras que ensalzan los misterios de Nuestra Señora o que describen nuestros hermosos paisajes. Pero su poesía tiene algo que, pobre de mí, no soy capaz de describir como sin duda merece. Posee usted un don, amigo Freijomil, y no haría mal en dedicarse a desarrollarlo en serio. Verá, hace unos días recibimos noticia en el colegio de un premio de poesía que convoca la Diputación provincial. Si usted lo desea, puedo buscar el aviso y ver si aún está usted a tiempo de participar en el mismo -y como Lucio callase, añadió el sacerdote: Espero no estar metiéndome en donde no me llaman, no quisiera...

– En modo alguno, en modo alguno -balbució torpemente mi hermano mayor, a quien nunca se le había dado mal el abrir las rendijas que se le ofrecían-. Al contrario, le agradezco el interés, y estaré encantado de participar.

– Ya le digo que no pretendo dármelas de experto, pero sí que soy buen lector, y al menos estos poemas no le van a la zaga a los mejores que han caído en mis manos.

Acabó aquella conversación entre zalamas y buenos deseos, y no bien oímos la puerta cerrarse a las espaldas del padre Ernesto, me precipité en la sala dispuesto a expresar mi más enérgica repulsa ante aquella apropiación indebida. A lo cual respondió Lucio con un lacónico bofetón que me tuvo aturdido en el suelo durante un buen rato.

Para cuando recobré el entendimiento, Lucio se había encerrado con Salvador en el dormitorio y le hacía un sinfín de preguntas acerca de los campos, de las nubes, de los almendros en primavera, de las bestias que se usaban para la carga, de los abuelos que tomaban el sol en la plaza al fin de nuestra calle, del paso del tiempo por las paredes de nuestras casas. De tantas cosas, en fin, que recogerlas todas no es sino describir lo que hasta entonces había sido nuestra vida. Y Salvador, feliz al confundir aquel súbito interés de su hermano mayor con un infrecuente arranque de cariño, respondía a cada incitación con una letanía de metáforas, con un manantial de ideas, con una riada de sustantivos y adjetivos que, sin conexión aparente, acababan conformando versos enigmáticos que encerraban tiernos mensajes subliminales. Libre de anclajes y convenciones, jugaba Salvador con aquellas palabras como un prestidigitador con sus artificios.

Lo que de todo ello derivó es fácil suponerlo a estas alturas. Ganó Lucio -debiera decir Salvadorù aquel concurso provincial, y de ahí al éxito editorial apenas le fue un paso. Encerrándose horas y horas con su hasta entonces ignorado hermano, exprimía tanto su cándido ingenio que tiempo le faltaba luego para pasar a limpio sus cuartillas garabateadas.

El éxito de "Mañanitas Frescas" fue tal, que las rentas y los contratos que siguieron le permitieron dejar el trabajo en la fábrica de calzados para consagrarse a explorar la veta recién descubierta. Y un fin de semana de abril, al llegar a nuestra calle, la tía Asunción me recibió con la mirada gacha y me trasladó una triste nota en la que, en breve, Lucio me comunicaba que tres días antes había trasladado su residencia a Zaragoza, llevándose con él a Salvador y dejando a mi tía una renta suficiente para pagarme los estudios hasta la mayoría de edad.

No tengo ánimos para expresar el golpe que aquello me supuso, ni me creo con destreza suficiente para describir con palabras toda la amargura que desde entonces se adueñó de mis huesos y engriseció mi alma. Tampoco es tal desazón el objeto de la presente, que no ha sido éste sino desenmascarar a aquel que de tan artera forma se adueñó de una gloria que no le correspondía y me alejó de quien más quise. Baste decir que, cuando mi dulce Salvador murió de una insuficiencia cardíaca seis años después, hubiera dado el resto de mis días por haber estado a su lado para recoger su aliento en mis manos.

No he vuelto a ver a Lucio desde aquel entierro, aunque es público que supo administrar con fortuna las rentas de su corta carrera literaria, de tal suerte que hoy regenta varios negocios en Zaragoza. Mi propia historia carece de interés.

Solo me resta aclarar los motivos que me llevan a revelar tan sórdido secreto cuando son tantos los años que desde entonces han transcurrido que más fácil sería dar por pasada la cuestión y asumirla como uno más de los reveses de la vida. La razón puede usted fácilmente colegirla de la notificación que a continuación le transcribo, que me fue entregada hace unas horas por un agente municipal y que ha acabado de rasgar mis entrañas con la más profunda pena.

"Estimado Señor:
Ante el reiterado impago de las tasas municipales correspondientes, y sin que hayamos recibido respuesta a los tres requerimientos que por parte de este servicio se han hecho llegar al Sr. D. Lucio José de Paula Freijomil Herrera, le comunico que los restos de D. Salvador Andrés Freijomil Herrera, depositados en el cementerio municipal en nicho de alquiler nº 312, han sido con fecha de hoy exhumados y depositados en el osario público para pobres, indigentes y personas sin identificar. Lamentamos sinceramente la adopción de tan drástica medida. Lo que le comunicamos para su conocimiento como familiar localizable más próximo."
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"Mañanitas Frescas" es el título del cuadernillo coordinado por Juan Emilio Ríos y editado en 2001por la Fundación Asistencial Papelera, en el que se recogen poesías creadas al alimón por varias chicas con diversas minusvalías psíquicas: Encarnita Saez, Susana Villanueva, Isabel María Chacón, Sonia López, Irene Calvente, Raquel Blas, Mamen Guisado y Vanessa Vurt. Los versos son obra de ellas, y se reproducen con permiso.