lunes, 27 de octubre de 2008

De lluvia y calma

Premio del II Certamen de Relato Corto Centro Municipal de la Mujer, Ayuntamiento de San Roque, 2001; publicado en el libro "Apretados los dientes" (2002), Algeciras: Praxis, pp. 17-26.


Debían de ser como las cinco de la tarde cuando llegamos a Pedrasanta, aunque el gris monótono del día mezclaba las horas como en un balde de agua sucia. No habíamos probado bocado desde que nos apeamos en la estación, pero yo sabía, por la expresión de mamá, que no era hora de pedir comida. Así que me limitaba a caminar a su lado, chapoteando de mala gana por el lodazal que enlazaba la parroquia con el Ferrol.

Durante el largo viaje en los incómodos asientos de madera del tren del Norte, mamá había tenido ocasión de contarme sobre sus escasos recuerdos de infancia en la mohosa aldea en la que ahora buscábamos refugio. Cuando la hambruna del doce forzó a la emigración sólo quedaron en Pedrasanta aquellos parientes que, décadas más tarde, habían aceptado quién sabe si a regañadientes abrirnos el portalón de su pazo y acogernos bajo su protección.

El tal "pazo" resultó no ser más que un gran caserón destartalado, en el que la melancolía que acompaña al envejecimiento trepaba por las paredes como la hiedra. A su costado se extendía un prado que se difuminaba a los pocos metros entre jirones de niebla, con varias vacas que pastaban silenciosas como espectros en el cementerio de Hamlet. No se veía un alma en los alrededores, aunque la bruma traía en volandas el traqueteo de un carro. Recuerdo que mamá me alisó las rubias guedejas antes de llamar con los nudillos, y mientras esperábamos exhaló un suspiro que era una callada oración por la nueva vida que nos aguardaba tras aquella puerta.
– ¡Rosalía! ¿Por qué no has escrito? ¡Que te hubiéramos ido a buscar...!
Aquella señora de voz cantarina se secó apresuradamente las manos en el delantal que cubría su generoso pecho, y abrazó calurosamente a mamá, que en sus brazos parecía un gorrión.
– No queríamos ser molestia. Ya bastante hacéis recogiéndonos así.
– ¿Qué molestia? ¿Pues no eres mi sobrina? Ay, y este debe de ser Cosme, que no lo conozco yo. ¡Qué sol de muchacho! -los carnosos brazos de mi tía me estrujaron con alborozo, y luego estudió mi rostro como si fuera a comérselo- Es igualito que tu Cosme, que Dios guarde.

Creí percibir un brillo temblón en los hermosos ojos de mi madre, y mi tía se estremeció con gesto compungido, al tiempo que se hacía a un lado para franquearnos el paso. Aquella fue mi primera noche en Pedrasanta.

Si queréis hacer feliz a un niño, soltadlo a su aire en un mundo nuevo y misterioso y dadle por guía a otro chico de su edad. Mi primo se llamaba Elías, y desde el principio me cayó bien, quizá porque parecía tomarse a broma todo lo que los adultos decían con voz seria, fingiendo una mirada de inocencia que mal podría engañar a nadie. Fue él quien me abrió las puertas de aquel laberíntico mundo de piedra, carballos, laureles y sanguiños, de pastos y vacas, de renqueantes puentes de madera sobre arroyos gélidos y transparentes. Un mundo pintado por un artista miope, pues los perfiles se diluían en la lúgubre niebla gris y en aquella lluvia fina y eterna que los del lugar llaman el orballo, y que tanto sirve para perderse como para hurtar los propios pecados a la vista de los demás.

Y sin embargo, la aldea de Pedrasanta estaba casi vacía. Según me reveló Elías como quien cuenta un secreto, de la noche a la mañana muchas familias habían desaparecido como tragadas por aquel mar que, oculto por los bosques, rugía rítmicamente a corta distancia. Tía Benita había zanjado su curiosidad con un escueto y obvio "marcharon", y nadie volvió a preguntar por los desaparecidos. De ello hacía ya más de un año.

Tío Constantino era un hombrón corpulento, de rostro sonrosado y pelo negro, más rizado por la humedad que por propia naturaleza. Parecía ejercer cierta autoridad en la aldea, pues incluso los guardias le llamaban de "Don". Y tan bien debía de estar relacionado, que al poco consiguió para mamá un empleo en un taller de la ciudad, haciendo calderas para los buques de guerra.

Por mi parte, a los pocos días de nuestra llegada me incorporé a la misma escuela a la que asistía Elías, en la que un racimo de chicos compartíamos la única estancia del "colegio de niños". Para alivio de mis inseguridades, el hielo, de haberlo, se rompió en apenas unas horas, en buena parte gracias a la mediación de mi primo. Aquel día corrí a contarle las nuevas a mamá, que me sonrió con aquellos labios tan bonitos y tan tristes y me escondió entre sus brazos durante un largo rato.

Creo que me habría adaptado bien a aquella tierra, a pesar del frío y la humedad. Supongo que habría terminado casándome con alguna chica de la zona y marchando al Ferrol, a trabajar para los militares o en los astilleros, o quizá incluso a La Coruña, quien sabe. Y sin embargo, el destino no había acabado de jugar al gato y al ratón con nosotros.

– ¿Escuchaste lo de Rosalía?
Aquellas palabras, que sin duda me daban por dormido, tuvieron el efecto de sabotear mi primer sueño. Mis tíos estaban en la habitación contigua, y aunque no los veía podía seguir sus sombras temblando en la pared, recortadas por el rojo relumbrón de la chimenea. El fuego crepitaba como los huesos de un viejo.

– Lo escuché -tío Constantino era parco en palabras, aunque cuando de tanto en tanto el vino le soltaba la lengua, se perdía en largos relatos de antepasados conquistadores, emigrantes o contrabandistas, supongo que las más de las veces inventados.
– Algo habrá que hacer. Porque es la hija de mi hermano y tenemos obligaciones con ella, pero no puede ir por ahí como va, y menos con la responsabilidad de un hijo a sus espaldas. ¿Escuchaste lo que les dijo a las mujeres del taller?
– Me lo contaron.
– ¡Pues ya ves! Y ya sabes cómo están las cosas. Acuérdate de lo que pasó en San Martiño, que no hace tanto de eso...
– Calla, calla.
– ...que yo entiendo de dónde viene, y que allí esas cosas eran diferentes, pero también los tiempos eran otros, y para bien o para mal ya volvieron las aguas a sus cauces. Que no digo yo que sea lo mejor ni que no lo sea, pero es la manera en que siempre fueron las cosas... Rosalía no puede andar calentando a las mujeres con todos esos cuentos, que si salarios iguales, que por qué han de hacer ellas todo el trabajo si sus maridos son unos vagos, que no deben dejar que les pongan la mano encima, que si tal, que si cual. Que luego hay mucha tonta que va por ahí hablando. Y mira a dónde nos llevó tanto protestar y tanta huelga y tanto sindicato.
– Creo que ella estaba en el comité de empresa de la fábrica, antes de que pasara todo y mataran a Cosme.
– ¡Sssst! Ni lo menciones, que las paredes tienen oídos.

Miré receloso a las paredes, aunque entendía la metáfora. Mis tíos permanecieron unos segundos en silencio, como aventando oídos a la escucha. Contuve la respiración. Al poco, tía Benita prosiguió su letanía.

– Los problemas tienen las patas muy largas, y seguro que ya corre por ahí de boca en boca. Cualquier día tenemos un disgusto y ya sabes cómo acaban esas cosas en estos tiempos. Así que ves pensando qué vas a hacer.

Aquellas palabras evocaron confusos recuerdos, sensaciones aisladas. Me vino el olor del tabaco que impregnaba nuestra casa después de aquellas agitadas reuniones nocturnas. Los días de euforia y alborozo, exaltados los ánimos por acontecimientos que nadie se molestaba en explicarme. La excitación de las manifestaciones y el miedo en el tumulto que las acompañaba. La fría humedad de la madrugada en que, entre gritos, golpes y carreras, se llevaron a papá... Aquella noche, mientras se deshacía mi consciencia, pude percibir a mi lado su cálida compañía, y mis sueños se tejieron sobre su tranquilizadora voz de profesor, que susurraba como en un salmo lejanas utopías igualitarias.

Fueron aquellos días en que las sonrisas se trocaron en miradas gachas y gestos furtivos, en que los silencios eran tan espesos que dolían en los oídos. Avergonzado, no me atreví a poner a mamá al tanto de aquellas palabras hurtadas al vuelo, aunque supongo que, cuando la vida te ha maltratado tanto como a ella, acabas por intuir los golpes como los perros intuyen los terremotos. Inclinada sobre mi lecho, inventaba cuentos que me narraba a media voz hasta que yo fingía el sueño, y entonces depositaba suavemente su cabeza junto a la mía y ahogaba sus lágrimas en mis cabellos.

Todo acaba por llegar. Una tarde sucia y húmeda, la prematura venida de mamá al colegio rompió el monótono sopor de la lección y me encontré, casi sin comerlo, trotando a su lado camino del pazo. No sabría decir si mamá lloraba o si era aquella fina lluvia que siempre nos acompañaba la que empapaba su hermoso rostro delgado. El silencio con que nos recibieron a la puerta de la hacienda parecía pedir disculpas, y aunque años después la propia experiencia del miedo me ha hecho descubrir su presencia en aquella estancia, no sabría decir si no era más bien vergüenza lo que los rostros de mis tíos expresaban. Nuestro magro equipaje nos esperaba en la oscuridad.

– Es por tu bien, porque esa gente anda buscando fugitivos por todas partes, y cualquier día saben de ti y vienen a buscarte...

Sin alzar la vista, mamá me secó apresuradamente el pelo y echó sobre mis hombros el pesado gabán que acababa de comprar en Aveleira con su primer sueldo.

– Al otro lado del océano vive un hermano de Cosme. Guardo una carta suya, y es probable que siga en la misma dirección -la voz de mamá sonó fuerte, decidida, sin atisbo de la congoja que antes la empañara. Y aunque las busqué, tampoco percibí señales de rencor-. Tengo suficiente dinero para los pasajes, y dentro de dos días sale un barco desde La Coruña. Estaremos bien.

Tía Benita rompió finalmente en lágrimas, y tío Constantino me dio a escondidas algún dinero. Lamenté no haber tenido ocasión de despedirme de mi primo. Afuera había escampado, y aunque aún era de día, la niebla cerrada nos recibió con un gélido abrazo. Mamá se detuvo un momento junto al portón y se despidió de mis tíos con dos sencillos besos. Luego me cogió de la mano y suspiró hondo, derramando en los míos aquellos preciosos ojos azules. Mientras nos alejábamos, hundiéndonos en barro hasta los tobillos, me aferré con fuerza a aquella mano que asía la mía, convencido de que, mientras la tuviera a mi lado, tanto daba que llovieran problemas como chuzos de punta.