jueves, 29 de septiembre de 2011

Tu mano sobre el mar

IV Premio de Relato Guadalmesí, diciembre de 2002

Nadie supo del fallecimiento de Matías Cunheiro y Rosario Pombal porque ya casi nadie recordaba que vivieran. Cuando las malas fiebres treparon por el faro como pérfidas sirenas negras para emponzoñar sus cuerpos resecos de sal, sólo el perro llamado Loureiro y el chico sin nombre estuvieron allí para acompañarles, pobre cortejo para un funeral que no habría de celebrarse. Porque en la densa mente del muchacho la pena, de haberla, fue casi al punto desplazada por un profundo terror que lo dio a los gritos y a las carreras primero, paralizándolo luego en forzada postura bajo la mesa en que su padre se entregaba al vino y al olvido. Daba en creer que su perplejidad ante la muerte se debía a la propia incapacidad para tratar con el mundo, no parando en que la parca es en sí paradoja de incomprensión. Sucedió además que el último estertor de sus padres –simultáneo, como en confabulación– terminó de hundir el apagado sol de otoño tras la línea del Atlántico y ahogó el mundo en una oscuridad que otros más poéticos dirían de luto, pero que a él se le antojó cortina corrida por las aguas para terminar a cubierto de vistas su macabro festín. Que hasta es posible que así fuera, pues el húmedo amanecer amortajó con su triste luz sucia el huesudo cadáver de Loureiro, tendido a los pies de la cama en que navegaban los cuerpos exangües de sus amos.

La mañana venía cargada de melancólica tristeza. Perezosa, la niebla se deslizaba alrededor del faro como si fuera el mismo aire engrisecido, molestando a las gaviotas que oteaban su desayuno entre las frías aguas que rompían en artificios de espuma. La muerta mano de Matías Cunheiro no despertó la innecesaria sirena en la que nadie reparaba desde que naufragios y oscuros cuentos de viejas arrastraran lejos a los barcos, casi dos décadas atrás. Poco después de aquel abandono, Rosario Pombal había dado a luz, en el único dormitorio del edificio y sin otra ayuda que las rugosas manos de su esposo, a un varón que tardó casi tres días en romper en llanto. Mucho menos precisaron sus padres cuando, alzándolo al pecho, repararon en aquellos ojos fantasmagóricos, espantados ante un mundo que nunca habrían de comprender. Ningún cura había recibido en bautismo a aquel niño aterrorizado, y su padre, cegado por un rencor sin objeto, se había negado hasta a darle nombre. Desde entonces el Faro de Saudade parecía morir poco a poco, ataúd en el que Matías Cunheiro conjuraba a la podredumbre embalsamando sus entrañas en aguardiente.

Fueron precisas casi dos horas para que se aventurase fuera de su escondrijo. Con la vista clavada en los cuerpos silenciosos de sus padres –oscuros bultos en una estancia pequeña, sucia de cal y salitre–, esperó a que sus piernas burlaran los calambres del recogimiento nocturno y tomó asiento en una silla de enea. Desorientado, alcanzó a entender la necesidad de hacer algo, mas en ello paraban sus posibilidades. La enmarañada religiosidad de los suyos, innombrada mezcolanza de vírgenes y cultos antiguos, contribuía no poco a la confusión, pues si bien el faro poseía una pequeña capilla y hasta un viejo cementerio del que tiempo atrás las mareas arrancaron las lápidas, no se le antojaba que fuera aquel el lugar que tenían destinado. Tal era la certeza de que el mar había ido a buscarlos, que conjeturaba que mal aceptarían las aguas el hurto de sus cuerpos.

Y así, con grandes esfuerzos, arrastró fuera del lecho los cadáveres de sus padres –primero él, luego ella– y los depositó sobre las rocas del lado de poniente, cerca de las negras aguas espumosas que rompían en un suave run-run. Bien, chaval, mientras sigas así todo va bien. En lugar de rizar olas, la superficie del océano subía y bajaba rítmicamente, como si fuera un inmenso ser vivo cuyo pecho se meciera al respirar. Puntilloso, ordenó los viejos ropajes de sus mayores con un ojo puesto en aquellas aguas que parecían a su vez vigilarlo, y luego se retiró despacio, de espaldas, humilde oferente pegajoso de mar. Cangrejeó por la encharcada vereda hasta la puerta abierta del casón al pie del faro, cerrándola con manos temblonas y buscando refugio en aquella penumbra de humedad que aún olía a muerte. Agitado, atravesó los pasillos que conducían a la torre y ascendió por la serpiente de metal que constituía su médula, hasta alcanzar la plataforma de madera que la coronaba. En el centro de aquel círculo de apenas dos metros de diámetro, la enrejada luminaria aguardaba una mano diestra que no había de llegar.

En puntillas, aproximó el rostro a los cristales comidos de sal y buscó con la vista los dos diminutos cadáveres que, desde las alturas, diríanse fosas nasales de una escollera que bufaba olas. Reparó en que la niebla estaba siendo rápidamente rasgada por los fuertes vientos del norte, cargados de rachas de agua que embestían las paredes del faro como amagando derribarlo. Se hubiera preguntado porqué aquellos vientos de marzo les visitaban tan fuera de tiempo, pero la rotunda certeza de su aislamiento dominaba la tela de araña en que se trababan sus pensamientos.

Lentamente recorrió el círculo envolvente de la pared, dibujando con la vista el perfil del islote en que se alzaba el faro. Años atrás, en el punto más próximo a la costa se extendía una lengua de arena de un centenar de metros que, en marea baja, convertía la isla en tómbolo. Ignorante de los artificios geológicos, tenía aquella figura por bocado que el mar se empeñaba en arrancar de ese otro mundo que era la tierra, acaso para engullirlo como tragaba –contaban sus mayores– los buques que un día les saludaban con las sirenas. Una mala tormenta de enero había disuelto aquella frontera arenosa como un azucarillo en leche caliente.

En sus pocos años de vida, aquella hectárea de piedra y hierbas había constituido todo su mundo. Nunca sus pies envueltos en trapos habían hollado aquella arena cuando existía, nunca después le fue permitido utilizar el viejo bote de remos que dormitaba en el almacén. Jamás sus ojos asombrados llegaron a franquear la cresta de colinas que se alzaba a corta distancia de las rocas. En sus muertas tardes, jugaba a distinguir entre aquellas verdes lomas cuyas hierbas vibraban con los vientos y la superficie plana que rodeaba al faro, brillante en ocasiones, negra las más, que de tanto en tanto le gritaba como si fuera el culpable de su negritud. En ocasiones, aprovechando el juego de mareas, su madre se ausentaba unas horas y regresaba al cabo con un pesado fardo con el que daban cuenta de sus magras necesidades, fruto de una paga de la que nadie guardaba razón en quién sabe qué oficina del gobierno.

Ahora contemplaba aquel abismo de agua que lo rodeaba, roto el bloqueo de su mente sólo por la sensación de que, acaso, la isla se adentraba lenta, casi imperceptiblemente, en aquel océano que había sabido aguardar. Leía su ahogamiento en las rabiosas ráfagas con que la lluvia, hermana de aquel mar que se embravecía, baldeaba los cristales frente a su rostro. Y sus oídos se llenaban de aullidos, quizá del viento, quizá del mar en gozoso anticipo de su victoria. Tal vez de sus padres muertos, ante quienes se alzaban (¿cuántos metros?) las olas de espuma y algas, que sin embargo luego les bañaban mansamente, con suavidad, como si en lugar de pretender arrancarlos del islote estuvieran lavando sus cadáveres. Sintió el mareo de las furiosas gotas que giraban en torno al faro en sañudo torbellino, inmisericorde drenaje que lo arrastraba hacia los abismos, y rompió en lágrimas que no sabría decir si de miedo o de terrible certeza del abandono.

Fue entonces cuando, a través de la doble cortina de lágrimas y lluvia, vio la lengua de tierra que, abierta como un mesiánico Mar Rojo en desprecio de la pleamar, rompía irreverente la oscuridad del día muerto en un a modo de suave incandescencia. Perplejo, buscó señal que le diera razón de aquel fenómeno, encontrando en su lugar los ecos de los aullidos que rebotaban contra las paredes circulares. Allá abajo se le ofrecía, nítido contra toda incredulidad, un estrecho camino de fina arena que se extendía hasta la lejana orilla.

Durante unos instantes dudó. Acaso no era aquello sino un guiño del mismo mar, que sabiéndole impune allí arriba le ofrecía un cebo como quien burla al ratón con el queso. O quizá, quizá, las décadas de lucha de las aguas contra el faro habían finalizado al quebrarse el ánimo de sus padres. Tal vez el mar se daba por satisfecho y sólo aguardaba su marcha –se la brindaba– para acabar de arrancar aquel pedazo de tierra y digerirlo lentamente, gozando de la victoria que acaso siempre supo acabaría por llegar.

De perdidos al río, hubiera dicho de saber refranes. Sin perder de vista aquel prodigio, reculó medroso hasta la escalera, y aún aguardó allí unos instantes antes de llenar sus pulmones de un aire mareante y lanzarse a trompicones faro abajo, rompiendo al tiempo en un grito desgarrador que aguardaba en el vientre quién sabe desde cuándo. Dándose contra las paredes, tropezando, alzándose tembloroso con pies y manos, aullando al mundo y a sí mismo, alcanzó el sendero arenoso y corrió por él con los brazos abiertos, vuelto el rostro hacia el cielo gris, abierta la boca en aquel grito frenético. Como en volandas, atravesó la lengua de arena escoltado por farallones de agua hirviente en espuma, y siguió corriendo en aquel paroxismo cuando por primera vez sus pies pisaron la pradera en tierra firme. Sólo fue cuando alcanzó la cresta de la loma que detuvo su lunática carrera y se replegó sobre su cuerpo, sacudiéndose, tosiendo ahogos y lágrimas. Y aún alcanzó a ver cómo aquel puente imposible se cerraba en orgía de espumas, y cómo, casi al tiempo, el islote del faro se hundía en el mar con un bramido, sustituido primero por una gruesa columna de agua a modo de fuego de artificio, reemplazado al instante por el aire y las gaviotas. Por el engañoso ruido manso y monótono de las olas al romper.

Lenta, quedamente, irguió el cuerpo y se sacudió con calma la arena de sus raídos pantalones de pana. La brisa enredaba sus cabellos cortos y rizados, se metía por el cuello gastado de su camisa, refrescaba su torso, arrastraba negros humores fuera de su cuerpo. Sin mudar el gesto, se giró despacio y suspiró hondo, encarando por primera vez aquel nuevo mundo descubierto tras la cima del montículo paralelo a la costa. Cuando comenzó el descenso, dispuesto a explorar aquel planeta desconocido, casi se diría que el mar y él se sonreían.